El Bosque
de los Secretos
Una gélida tarde de invierno, un niño, vencido por el aburrimiento,
decidió visitar a un amigo del colegio. Sin embargo, el camino habitual estaba
bloqueado por manifestaciones, por lo que optó por tomar un atajo a través del
bosque. La luz atenuada del atardecer y los espesos arbustos hacían su avance
cada vez más lento y, sin percatarse, ya se había perdido.
Pronto, la noche cayó sobre él. Solo la pálida luz de la luna lo
acompañaba en su caminar. Preocupado, y con el miedo erizándole la piel, gritó
con todas sus fuerzas: —¡Hola! ¿Alguien puede oírme? ¡Estoy perdido!
Solo el eco de su propia voz le respondió, rebotando entre los
matorrales antes de ser devorado por el silencio. Segundos después, escuchó un
sonido nuevo: el crujido de pisadas sobre las hojas secas. El sonido se hacía
más fuerte, más cercano. De entre las sombras surgió la figura de un hombre que
sostenía una linterna en una mano y una escopeta en la otra.
—¿Qué haces aquí en medio del bosque? —preguntó el hombre, su voz grave
como un trueno lejano. —Estoy perdido —respondió el niño, temblando. —Ya es
tarde. Te llevaré a mi casa para que pases la noche.
El alivio inundó al niño. A pesar de la inquietante escopeta, confió en
la promesa de un refugio y accedió a seguirlo.
A la mañana siguiente, agradecido por la hospitalidad, el niño se
dispuso a marcharse, pero el hombre se lo impidió. —Debes alimentarte bien
antes de partir —argumentó con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
A pesar de la desconfianza que comenzaba a sentir, el niño aceptó.
Mientras el hombre se dirigía a la cocina, la mirada del pequeño se clavó en la
puerta de salida. Sin embargo, un olor nauseabundo que emanaba de la cocina
capturó su atención. La curiosidad fue más fuerte que el miedo y se acercó
sigilosamente.
Lo que vio sobre la mesa de la cocina lo dejó paralizado. Horrorizado,
llevó ambas manos a su boca para ahogar un grito. Retrocedió con lentitud, sin
apartar la vista de aquella imagen atroz, buscando a ciegas la puerta. En su
pánico, tropezó y derribó un jarrón que se hizo añicos contra el suelo con un
estrépito que rompió el silencio.
El hombre se volteó bruscamente y corrió hacia él. El pequeño, en un
estallido de adrenalina, se lanzó hacia la puerta, giró el cerrojo y la abrió
de golpe. La intensa luz del sol lo cegó por un instante, ralentizando su
huida. Justo cuando iba a ser alcanzado, sintió una mano fuerte sujetando su
brazo, pero la misma luz que lo cegó a él, deslumbró también al hombre,
haciéndolo tropezar y soltarlo.
El niño corrió sin mirar atrás, sin rumbo, impulsado solo por el terror.
La espantosa visión de la cocina permanecía grabada a fuego en su mente. De
pronto, chocó contra algo sólido y cayó al suelo. Al levantar la mirada, vio a
un policía. Sin darse cuenta, había llegado a la carretera.
—¡Señor policía, ayúdeme! —gritó entre lágrimas—. Acabo de escapar de la
casa de un hombre en el bosque. ¡He visto algo horrible en su cocina!
—¿Qué? —respondió el oficial, sorprendido. De inmediato, sacó su radio—.
A todas las unidades, solicito apoyo en la carretera 15, kilómetro 22. Posible
secuestro. —Miró al niño fijamente—. ¿Recuerdas cómo era ese señor? —Alto, de
cabellos blancos y largos... no recuerdo más.
El oficial volvió a la radio, su voz ahora tensa: —¡Atención a todas las
unidades, código rojo! Posible sospechoso en búsqueda. La descripción coincide
parcialmente con la de "Goper", involucrado en la desaparición de
cinco niños.
Se arrodilló frente al pequeño. —Escúchame, quédate en la patrulla. Los
refuerzos vienen en camino e iremos a investigar esa casa. Dale el nombre de
tus padres al oficial que está llegando para que vengan por ti. Tranquilo, ya
estás a salvo.
El niño asintió con la cabeza. Por fin se sentía seguro, en libertad.
Pero sabía que las imágenes de aquella casa, en el corazón del bosque de los
secretos, difícilmente podrían borrarse de su memoria.
Mike Durand
Mike Durand
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