Frente a él estaba esa puerta, una que, con el paso de los años, no se había atrevido a mirar de frente. Su respiración se entrecortaba y el corazón le latía con fuerza, impulsado por una mezcla de emoción y anticipación. hoy, ya no son esos días de temor al rechazo, ni las indecisiones que lo perseguían desde niño.
Detrás de esa puerta estaba Melina, a quien había conocido cuando apenas tenía diez años. Desde ese día, descubrió que los ángeles existían, que esos seres hermosos que solo habitaban en los libros podían materializarse. Ella era la prueba.
*****
La suerte quiso que coincidieran en la escuela, en el mismo salón, a solo dos carpetas de distancia. Para él, esa cercanía era suficiente, aunque ni siquiera se atrevía a saludarla. La hora de la salida era un torbellino de incertidumbre, un caos mental donde las dudas lo asaltaban: "¿Debería acercarme? ¿Pedirle que me deje acompañarla? ¿Acelerar el paso para alcanzarla?".
A unos centímetros de lograrlo, se acomodó el cabello, alisó su camisa dentro del pantalón e infló el pecho, preparándose para soltar un simple "Hola". Pero el temor lo invadió, paralizándolo por completo. Incapaz de seguir, dio media vuelta y tomó el camino opuesto. "Quizás mañana".
Melina sintió su presencia. Ya lo había notado antes, no en vano eran vecinos y sus casas se encontraban una frente a la otra. Se giró y lo vio alejarse. Suspiró, esperando que en algún momento él volteara para que sus miradas pudieran encontrarse.
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Desde la ventana, una lágrima solitaria recorrió su mejilla. Sus labios temblaban y sus brazos, cruzados sobre el pecho, la abrazaban con desesperación. La tristeza inundaba su rostro. "¿Por qué estará así?", se preguntó él, observándola desde la distancia.
Una necesidad inevitable lo invadió: quería correr a abrazarla, secar sus lágrimas, convertirse en su protector, susurrarle las palabras más hermosas que pudiera imaginar con tal de verla sonreír. "Debería bajar y tocar a su puerta", pensó. Pero, una vez más, el temor lo paralizó. Retrocedió, alejándose de la ventana, y apagó la luz de su habitación.
Melina, secándose las lágrimas, recuperó el aliento y observó la silueta de su vecino. Levantó la mano en un gesto de saludo y esbozó una sonrisa a pesar del dolor. Pero él ya se había marchado.
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El último año de primaria le sentaba bien. A sus doce años, se notaba en su andar seguro y en su nuevo peinado al estilo "eros". Había cambiado la camisa del colegio por una camiseta de Nirvana (aunque sabía que debía ponerse la camisa antes de entrar a clase), ampliado su círculo de amigos y ganó popularidad en el colegio.
Melina también había cambiado. Su estatura había aumentado, había teñido su cabello de azul, su color favorito, y había cambiado la mochila de Hello Kitty por una de Demi Lovato y llevaba puesta unas gafas de sol. Al igual que él, debía guardarlas antes de entrar al colegio.
En la entrada del colegio, siempre coincidían a la misma hora. Sus miradas se cruzaban. Ella le sonreía y lo saludaba con la mano. Él intentaba sostener su mirada, pero algo que no había podido superar en esos dos años era el temor al rechazo, el nerviosismo que lo invadía al verla. Bajaba la mirada y entraba corriendo al colegio.
*****
El recreo era el caos de siempre: gritos, golpes y caídas. Aviones de papel volaban por todas partes, lanzados por los alumnos más pequeños. Uno de esos aviones aterrizó a los pies de Melina. Al levantar la vista, la escena lo golpeó como un puñetazo en el estómago. Un chico de otra sección conversaba con ella, y ambos reían cómplices. Un sentimiento desconocido surgió en su interior. Su rostro enrojeció, sus ojos se desorbitaron y sus puños se cerraron con fuerza. "¿Qué me pasa?", pensó. "Me duele". Por primera vez, mantuvo la mirada fija en ella hasta que la irritación de sus ojos provocó una lágrima que lo obligó a bajar la vista.
Melina no había dejado de observarlo de reojo desde que se sentó en las gradas. "¿Por qué no se da cuenta de que lo estoy mirando? Tal vez si converso con otro chico reaccionará", pensó.
—Será mejor que no nos encontremos para la salida, Rodrigo —dijo de repente. El muchacho, sorprendido por el cambio de actitud de Melina, se quedó sin palabras. En ese instante, sonó el timbre que anunciaba el final del recreo.
Al entrar al aula, Melina se encontró con él. Ambos ingresaron juntos y, de pronto, sintieron un empujón y el roce accidental de sus manos. Era la primera vez que tenían contacto físico. Una estremecedora sensación los recorrió a ambos, como una confirmación silenciosa de lo que sentían. Se detuvieron. Melina lo miró a los ojos.
—Hola, Sebastián —dijo con una voz tan dulce que estremeció aún más a Sebastián, quien, entre el nerviosismo y la emoción, logró responder:
—Ho-la, Me-lina.
Ella sonrió.
*****
Los años pasaron, siendo testigos del crecimiento de ambos. Sebastián, ya con 17 años, terminó la secundaria con honores, mientras que Melina consiguió una beca para la universidad. Todo el colegio celebraba, era un día especial. Sin embargo, el corazón de Sebastián se sentía incompleto. Gran parte de su niñez había vivido bajo la sombra del temor al rechazo, y esa sensación tenía que terminar. Sintió que había llegado el momento de actuar, que no podía seguir postergando lo inevitable. Se acercó a Melina con pasos firmes, llevando su corazón en la mano, dispuesto a entregárselo. Ella sonreía, tan angelical como la primera vez que la vio. El viento jugaba con su cabello, creando ondas que recordaban al mar. Frente a ella, temblando y con la voz entrecortada, le preguntó:
—¿Será, que puedo ir a tu casa esta tarde?
Ella, sin dejar de sonreír y con la dulzura en su voz que le entregaba la sensación de paz respondió:
—Estaré esperándote.
Y ahora, frente a esa puerta, se encontraba Sebastián, decidido a dejar atrás todos sus temores. Las dudas se disiparon y la seguridad se apoderó de su cuerpo. Alzó la mano y tocó el timbre. Del otro lado, Melina se sentía nerviosa. Era la primera vez que Sebastián llamaba a su puerta. Se acomodó el cabello y revisó su rostro en el espejo de su sala, asegurándose de que su maquillaje no le jugara una mala pasada. Se acercó al pestillo y abrió la puerta.
Allí estaba Sebastián, con la mirada fija en ella y una rosa roja en la mano.
—Melina —comenzó, con el corazón latiéndole con fuerza—. Hace mucho tiempo que deseo decirte algo... Me gustas, y no puedo dejar de pensar en ti. He guardado todos estos sentimientos por temor al rechazo, pero hoy no quiero callarlos más. Estoy aquí, dispuesto a entregarte todo lo que soy.
El corazón de Melina se aceleró, su piel se erizó y sus piernas temblaron ante la sinceridad de las palabras de Sebastián. Ella había esperado ese momento durante tanto tiempo. Hoy, su sueño se hacía realidad.
—Te tomó mucho tiempo decírmelo —dijo, con una sonrisa que iluminaba su rostro.
Lo tomó de la mano, se acercó a él, se estiró para alcanzar su altura y lo besó.
Fin.
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