“En la estación del Tren”
Llegué a la estación de tren y, de repente, una sensación
extraña me invadió. Como una advertencia silenciosa, la piel se me erizó. Al
levantar la mirada, noté que alguien me estaba observando.
—¿En serio? ¿Me está mirando a mí? —pensé, sintiendo el
calor subir por mi cuello—. No, seguro está mirando a alguien que está detrás.
Giré la cabeza discretamente. Solo había una señora meciendo
a su bebé en brazos. No, definitivamente no era a ella a quien miraba.
Mi corazón empezó a latir con un ritmo irregular. Intenté
convencerme: —Estoy bien. Esto no puede ser cierto—. Respiré hondo y levanté la
vista, lentamente, con la esperanza de que ya estuviera mirando a otro lado.
Pero no. Ahí estaba. Me seguía mirando. Y de pronto, sus
labios se curvaron en una sonrisa. Diablos. Mis músculos faciales se tensaron.
Intenté devolverle la sonrisa, pero no pude. Me quedé paralizado, solo atiné a
sostenerle la mirada. Y justo en ese instante, ella me sonrió de nuevo. No fue
una sonrisa casual, sino una genuina, que le iluminó el rostro.
Era tan hermosa que me costó asimilarlo. Sus ojos, de un
color avellana que brillaban con picardía, contrastaban con sus labios, de un
rojo intenso y natural. Su cabello, de rizos castaños, enmarcaba un rostro
perfecto. —Qué hago? —me pregunté, sintiendo que los nervios me jugaban una
mala pasada. Nunca nadie me había mirado así.
—Ok, ok, la miraré de nuevo, esta vez intentaré sonreír.
Mi mente me ordenaba actuar con normalidad, pero mi cuerpo
no respondía. Mientras la observaba, noté que ella volvió a sonreír y, con un
gesto coqueto, se llevó un mechón de su cabello rizado detrás de la oreja. Y
luego, para mi sorpresa, empezó a caminar hacia mí. ¿Lo está haciendo de
verdad?
Un sudor frío empezó a correr por la palma de mis manos.
¿Qué le digo cuando esté cerca? Mi mente era un caos, un torbellino de
preguntas sin respuesta.
—Solo mírala y espera —me dije.
Se acercaba cada vez más, y con cada paso, su presencia se
hacía más real. Finalmente, se detuvo frente a mí. Pude percibir el suave aroma
de su perfume, una mezcla delicada de vainilla y flores, y el fresco olor de su
cabello. Era simplemente asombrosa.
—Hola —dije, y mi voz salió temblorosa, casi como un
suspiro.
Ella sonrió de nuevo, una sonrisa que alcanzaba sus ojos.
—Hola —respondió con una voz dulce—. Perdona, esto puede sonar un poco raro,
pero no pude evitar mirarte desde que llegaste. Me pareces un chico muy guapo.
La sangre se me subió a la cara. Sentí el sonrojo en mis
mejillas y me apresuré a contestar. —Muchas gracias. Soy Sebastián, o solo
puedes decirme Sebas—. ¿Qué estupidez acabo de decir? Mi respuesta sonó tan
torpe que quise que la tierra me tragara.
—Tienes un nombre bonito, Sebastián —dijo ella, ignorando mi
evidente nerviosismo—. Mi nombre es Melina.
—Gracias, el tuyo también —respondí—. Y todo lo que te
acompaña. Le sonreí de vuelta, y esta vez sentí cómo la sonrisa se formaba de
manera natural. Ella se mordió el labio inferior con una dulzura que me dejó
embelesado.
Estaba tan concentrado en ella que apenas fui consciente del
rugido del tren que se aproximaba, rompiendo el silencio de la estación.
—¿Subirás? —preguntó Melina, señalando el tren que se
detenía frente a nosotros.
Mi mente entró en pánico. —No, la verdad es que estoy
esperando a mi hermano menor —¿Por qué diablos dije eso? Él puede tomar el
siguiente tren.
—Oh, bueno, entonces... tendré que irme —respondió Melina,
su voz con un toque de decepción.
—¡Espera! —grité, el desespero en mi voz era inconfundible—.
Mi hermano puede irse en otro tren.
Melina me miró, y la dulzura en su mirada me desarmó. —No te
preocupes. Sé responsable. Cumple con la obligación de hermano mayor que eres
—dijo, con una voz tan suave que era imposible contradecirla.
Las puertas del tren se abrieron con un chirrido,
invitándola a subir. Ella se dio la vuelta y sacó una tarjeta de su bolsillo.
—Este es mi número de celular —dijo, entregándomela—. Espero
saber de ti pronto. Adiós, Sebastián.
Subió al tren, y yo seguí paralizado, sosteniendo la tarjeta
en mi mano. Recorrí con la mirada el vagón que se alejaba, sintiendo cómo se
llevaba consigo el aroma de Melina. Salí de mi asombro cuando la voz de mi
hermano me sacó de mi ensueño.
—¡Ay caray, por poco y llego alcanzarlo, Sebas! Oye, ¿estás
bien? Te ves perdido —preguntó.
—Ah, ¿qué? Sí, estoy bien —dije, intentando reaccionar.
Miré la tarjeta en mi mano, saqué mi celular y, con el
corazón latiendo a mil, marqué el número. El teléfono empezó a sonar...
—¿Aló? —contestó una voz femenina al otro lado.
—Hola, Melina. Soy Sebastián —dije, respirando hondo y
dejando de lado todo el miedo—. Quería preguntarte si... quisieras tomar un
café conmigo.
Un breve silencio se extendió.
—¿Sí? ¿Me esperas en la siguiente estación? —pregunté, mi
voz temblorosa de la emoción—. ¡Ok! Allá nos vemos, Melina.
Mi hermano, que me miraba sin entender nada, preguntó:
—¿Todo bien, Sebas?
—Sí, hermanito, todo bien —le respondí con una sonrisa que
ya no podía ocultar.
Guardé el celular y tomé la mano de mi hermano. El siguiente
tren llegó, y al subir, una sonrisa tonta se dibujó en mi rostro. No solo iba a
la siguiente estación, sino que iba a encontrarme con alguien que, tal vez,
podría ser la chica de mis sueños.