Tierno momento, es el blog donde plasmo mi imaginación, las fantasías, lo irreal, lo romántico, el AMOR, los nostálgico, la aventura, el suspenso, el reclamo, el enojo. Cuando escribo me inspiro en las experiencias cotidianas, en la reacción de la gente, en una sonrisa, en la naturaleza, o simplemente en dos palabras que puedas decirme.

domingo, 17 de agosto de 2025

"El café del recuerdo" A MI MADRE

"El Café del Recuerdo"

Sonó el despertador. Eran las 6:30 de la mañana. Me levanté y realicé la rutina de todos los días antes de ir al trabajo. Preparé mi café, bien cargado para mantenerme despierto. Justo al echarlo en el agua, me abordó un recuerdo de mi madre, de todas las veces que me decía: «El café te hace daño… te echas mucho, tienes que aprender a controlarte». Fue entonces, al sentir el aroma intenso del café. Recordé: 

Tenía 22 años. Un acelerado en la vida. Cada fin de semana era pura diversión: los amigos, un mundo lleno de luces, de música, de desenfreno. Me sentía el más importante de todos. Desde que empecé a ganar dinero en mi primer trabajo, mis actitudes cambiaron.
Recuerdo una noche. Llegué a casa a las tres de la mañana, tropezando con mis propios pies. Ella me esperaba en el sofá, con una taza de manzanilla entre las manos, ya fría. 
—Hijo, ¿dónde estabas?, —preguntó con una voz que era apenas un susurro.
—¡Donde se me da la gana! ¡Ya deja de esperarme, no soy un niño! —le grité— lanzando mis llaves sobre la mesa con un ruido metálico que estremeció el ambiente. No me detuve a ver la herida que mis palabras abrieron en su rostro. Solo seguí de largo hacia mi cuarto, dejándola sola en la penumbra de la sala. 

Ella siempre me aconsejaba y me hablaba con mucha ternura, yo no le hacía caso. Me metí en muchos problemas: escándalos en la calle, autos dañados, borracheras, policías. Era un desastre.
¿Se preguntarán quién era la única persona que salía a defenderme? ¿Quién tenía que arreglar las cosas con la policía para que me dejaran ir? Quién más podía ser: mi madre. Ella hacía todo lo posible para sacarme de ese mundo tan trivial, para convencerme de que lo que estaba haciendo era incorrecto. Desde que mi padre falleció de un infarto al corazón cuando yo tenía 15 años, ella nunca bajó los brazos; siempre estuvo a mi lado.

Hoy, a mis 30 años, sueño con ella todas las noches. Veo su rostro mirándome tiernamente, acaricia mis cabellos, me da un beso en la frente y, con su voz tan dulce, me dice: «Te amo». Me abriga en sus brazos y vuelvo a ser su pequeño hijo de 10 años. A mi lado, mi padre sonríe. Los tres corremos por el campo con mucho embeleso, felices junto a la naturaleza. Las hojas amarillas de los árboles, con el soplo del viento, caían sobre nosotros al compás de la canción “Cotton Fields” que bailábamos.
Ellos me sostienen en sus brazos; me siento seguro. Es mi refugio, allí nada ni nadie puede lastimarme. Mi padre sonríe, pero su sonrisa se desvanece lentamente. El campo vibrante se disuelve y es reemplazado por un ambiente oscuro y frío. Escucho palpitar tan lento el corazón de mi padre. Lo veo echado en una cama de hospital, rodeado de esas máquinas y cosas raras que suelen acompañar a un paciente en agonía. A su lado, mi madre llora mientras le toma la mano. Los latidos son cada vez más lentos, hasta que dejan de escucharse.

Empieza a llover. Me veo en la carretera, en el auto que conduzco actualmente. A mi lado está mi madre, con esa dulce mirada, hablándome con ternura y acariciando mi cabello. Pero yo la estoy rechazando, le estoy gritando, pidiéndole que deje de tratarme como a un niño. «¡Ya tengo 22 años y puedo solucionar mis problemas solo, mamá, deja de molestarme!». Me tragué mis palabras. Se me hizo un nudo en la garganta cuando la vi derramar sus lágrimas. Agaché la mirada, quería decirle que lo sentía, que la amaba y que agradecía todo lo que hacía por mí, pero el impacto y la fuerza descomunal del auto que cruzaba la avenida me dejaron en silencio. Todo se detuvo. Y entonces… todo se nubló. No hubo dolor, solo una extraña calma.

Me encontré de pie en la carretera. Allí estaba ella, frente a mí, intacta, con su mirada sublime clavada en mis ojos. El auto estaba destrozado por el lado donde ella viajaba y, dentro, su cuerpo yacía ensangrentado. No entendía lo que pasaba. Si mi mamá está en el auto, ¿quién es la persona que está frente a mí? La miré, intrigado. Se acercó y no sentí miedo; al contrario, su cercanía me inspiraba mucha tranquilidad. Acarició mi cabello y besó mi frente. En ese momento entendí… era su espíritu el que estaba presente.

—Mamá… —mi voz se quebró. No era una pregunta, era una súplica—. Yo… lo siento. Por favor, perdóname. No te vayas.
Ella sonrió, una sonrisa triste pero llena de paz. No necesitaba mis torpes palabras.
—Shhh, mi niño. Ya está. Tu silencio en el auto... lo escuché todo. Lo entendí, Tu corazón me lo dijo todo.
La miré, sin entender.
—Es el mismo corazón de tu padre —continuó, y su mirada se perdió un instante— Fuerte, alegre y bueno. Te perdono hijo. Sé que harás lo correcto. Tu padre me espera.
—Pero no me dejes —repetí, aferrándome a su imagen como un niño cubierto de miedo.
—Jamás lo hare. Estaré aquí —dijo tocando suavemente mi pecho—, cada vez que prepares tu café.
Su imagen comenzó a desvanecerse, a fundirse con la llovizna.
—Adiós, mi niño, Solo no olvides… «el café te hace daño… contrólate…»

Entre lágrimas, pude evocar una sonrisa y vi cómo se alejaba hacia el horizonte, mientras el eco de su voz flotaba con las palabras que me decía: «Despierta, mi niño…, despierta ya».

Me encuentro en casa, bajo el manto frio de la soledad. Mis manos sostienen la taza humeante del café cargado. Hoy no lo voy a tomar. Me siento en el sofá de la sala, contemplando la foto de mi familia cuando éramos felices. Y en el silencio de mi apartamento, por primera vez en mucho tiempo, le hago caso a mamá.


Fin.

Mike Durand 25/12/2009

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