Tierno momento, es el blog donde plasmo todo lo que siento, las fantasías, lo irreal, lo romántico, el AMOR, los nostálgico, la aventura, el suspenso, el reclamo, el enojo. Cuando escribo me inspiro en las experiencias de mi vida, en el amor que he conocido, las tristezas que he vivido, en las personas que he amado, en las que amo ahora, realizo una mezcla entre el pasado el presente y el futuro.

lunes, 24 de febrero de 2025

EsSalud: El Turno que Nunca Llegó


Como todos los días, fui a EsSalud a tomar mis pastillas. Mi tratamiento para la TBC aún duraría al menos cuatro meses. Ese día, 19 de noviembre, tenía programadas unas radiografías por indicación de mi médico. Llegué temprano y, al tener cita, no necesité hacer fila. Me senté a esperar.

Pasada media hora, llegó un hombre con una niña en brazos. Su respiración era agitada, y en su rostro se reflejaba la angustia. El hombre miraba la fila con impaciencia. La niña le susurraba algo al oído, pero no pude escuchar. Su respuesta, en cambio, sí fue clara:

—Sí, mi amor, todo va a estar bien. Espérate un ratito, ahorita nos van a atender. A ver, respira lento conmigo, ¿sí?

—Papá, me duele el pecho… —gimió la niña.

Algunos de los trabajadores del área de atención también la escucharon, pero simplemente bajaron la mirada, ignorándola.

Aún quedaban personas con valores. Una señora le cedió su turno al hombre, quien agradeció con un gesto. Pero aún debía esperar a tres pacientes más antes de ser atendido. Mientras tanto, la atención seguía su curso indiferente.

—Señora Doris —llamó, con voz malhumorada, uno de los trabajadores.

Una mujer de unos 50 años se acercó con un papel en la mano.

—Dicen que esto es urgente —le informaron.

Doris, la encargada, tomó la indicación con rudeza y la leyó con indiferencia.

—¿Qué tienes? —preguntó sin siquiera mirarla.

—Me duele mucho la espalda —respondió la mujer.

—Espérate un momento —sentenció Doris, y se fue.

Antes de aceptar a un paciente como "urgencia", Doris debía llevar la indicación al médico de radiología. Pero no solo importaba lo que él leyera, sino también su propio juicio sobre el estado del paciente.

—Doctor, tengo esta indicación.

—Bien, Doris, dime, ¿cómo está el paciente?

—La verdad, doctor, la veo de lo más tranquila.

—Ok, entonces dile que no es urgente y que programe su cita para otro día.

Doris volvió con una sonrisa sarcástica.

—Mira, mamita, el doctor dice que esto no es urgente, que programes tu cita para otro día.

La mujer intentó protestar con una voz débil y temblorosa, pero Doris permaneció firme. Resignada, la paciente bajó la cabeza y se retiró.

Me hervía la sangre. ¿Cómo podían tratar así a la gente? ¿Cómo podía existir tanta frialdad?

Habían pasado 45 minutos y aún no me llamaban. Finalmente, le tocó el turno al hombre con la niña.

—Por favor, esto es urgente. Me manda el doctor que acaba de ver a mi hija.

—Documentos del paciente.

El hombre, desesperado, bajó a su hija para buscar el DNI. La niña se tambaleó; parecía a punto de desmayarse. Me acerqué y le ofrecí mi asiento.

—Doris —llamaron nuevamente.

Doris apareció con la misma actitud de antes: hombros encogidos, ceja levantada, el gesto de fastidio pintado en el rostro.

—¿Qué pasa?

El hombre le extendió la indicación.

—¿Usted es el paciente?

—No, no… es mi hija —dijo, levantándola en brazos para que la viera.

Doris ni siquiera alzó la mirada.

—Espere un momento.

La niña apoyó la cabeza en el hombro de su padre, cada vez más débil.

El punto de quiebre

—Durand —me llamaron por fin.

Pero en ese momento, ya no importaba. Lo importante era la niña.

Vi venir a Doris con pasos apresurados.

—Señor, el doctor indica que esto no es urgente. Programe su cita para otro día.

Un murmullo recorrió la sala.

—¿Cómo que no es urgente? —protestó el padre—. ¡Mi hija está mal!

—Lo siento, señor. Solo cumplo órdenes. Hable con el doctor si quiere insistir.

—Papá… me duele… —susurró la niña.

La desesperación se reflejaba en los ojos del hombre.

De pronto, nos dimos cuenta de algo aterrador: la niña había empeorado. Su piel se veía pálida, su cuerpo inerte. El hombre intentó despertarla.

—¡Mi amor, despierta!

Nadie reaccionaba.

Entonces, un grito desgarrador rompió el silencio.

—¡AYÚDENME! ¡AUXILIO! ¡MI HIJA NO DESPIERTA!

Dos paramédicos corrieron a atenderla. La recostaron en el suelo y comenzaron las maniobras de reanimación.

Todos observábamos en shock, incluso Doris y los trabajadores que antes habían ignorado la urgencia.

—¿Qué pasa con la niña? —preguntó Doris, ahora con miedo en la voz.

No me contuve.

—¿Acaso no te das cuenta? ¡Si no estuvieras tan cegada por tu soberbia, habrías visto que necesitaba ayuda!

Doris retrocedió, visiblemente afectada.

Los paramédicos seguían luchando.

—¡Vamos, bebé, aguanta! —gritó uno, aplicando más compresiones.

—¡Reacciona, por favor!

Pero la realidad era cruel.

Uno de los paramédicos detuvo sus movimientos. Respiró hondo, apretó los labios y, con voz quebrada, murmuró:

—Ya no podemos hacer más…

Silencio.

El padre se lanzó sobre su hija, abrazándola con desesperación.

—Mi niña, despierta… soy yo, tu papá… despierta, mi amor…

El paramédico le puso una mano en el hombro.

—Lo siento, señor… hicimos todo lo posible.

El hombre, con la mirada perdida en su hija, escuchó sin realmente oír.

—Si la hubieran atendido antes… ella pudo haberse salvado.

El padre levantó la cabeza lentamente. Sus ojos se encontraron con los de Doris.

Había en su mirada una mezcla devastadora de dolor, furia… y un atisbo de perdón.

Doris retrocedió. Sus labios temblaban. Su cuerpo entero parecía encogerse bajo el peso de la culpa. Miró a cada uno de nosotros con lágrimas en los ojos. Bajó la cabeza y se alejó lentamente.

Nadie habló.

El dolor de un padre

¿Cómo podemos describir el dolor de un padre? Para entenderlo, tendríamos que vivirlo en carne propia.

Cuando perdemos a una esposa, nos llaman viudos. Cuando perdemos a nuestros padres, nos llaman huérfanos. Pero cuando perdemos a un hijo… no hay una palabra que nos nombre.

Porque no existe un término que abarque el vacío inmensurable de esa pérdida.

No hay definición para ese dolor.

No la hay… y nunca la habrá.

jueves, 20 de febrero de 2025

¿Qué Hay en mi Ropero?


¿Qué Hay en mi Ropero?

Edward es un niño de 7 años con una imaginación asombrosa. De cualquier situación crea historias mágicas. Sus padres siempre lo apoyan, alimentando su creatividad con libros y cuentos que leen juntos cada noche antes de dormir.

En el colegio, a la hora del recreo, comparte sus historias con sus amigos del salón. Sus compañeros quedan encantados con sus relatos. Edward es muy apreciado por sus profesores; incluso ganó un premio por un poema en el día del maestro.

Al final de la jornada escolar, Edward espera en el patio como todas las tardes, aguardando a su mamá para ir a casa.

En ese momento se le acerca un compañero de su salón, Efraín, un niño que disfruta molestando a los demás. Con claras intenciones de fastidiar, lo saluda:

  • Hola, Edward.
  • Hola - responde Edward sin malicia ni sospecha.
  • ¿Nunca has abierto tu ropero de noche? - pregunta Efraín con tono intrigante.
  • No - responde Edward sin preocupación -. ¿Por qué lo haría? ¿Y por qué de noche?

Efraín insiste, esperando notar algún indicio de miedo en Edward.

  • Dicen que hay monstruos que se esconden allí. Cuando te duermes, salen del ropero y te susurran al oído cosas feas. Algunos no esperan a que te duermas... simplemente salen con sus ojos luminosos y dientes afilados para asustarte.

Mientras Efraín hablaba, la mente de Edward comenzó a imaginar la escena. En su imaginación, la puerta de su ropero se abría y de allí emergían enormes monstruos: algunos con abundante pelaje, colmillos puntiagudos y ojos brillantes; otros con cuatro brazos, sosteniendo espadas, escudos, lanzas,  arcos y flechas. Había monstruos con armaduras desgastadas, los más antiguos, los que habían peleado en miles de batallas. Otros escupían fuego mientras cabalgaban en majestuosos caballos negros con alas, volando por todo su cuarto y luchando entre ellos.

Podía escuchar el choque de espadas, el relinchar de los caballos voladores y el rugir de los monstruos guerreros. Pero Edward no sentía miedo. Esos monstruos no asustaban.

  • ¿Me estás escuchando, Edward? - insistió Efraín -. No abras tu ropero de noche. Manténlo cerrado.

Hizo una pausa dramática antes de agregar:

  • También dicen que algunos monstruos quieren llevarte a su mundo para usarte como esclavo... no solo a ti, ¡también a tus padres!

La imaginación de Edward regresó a su habitación, donde ahora se encontraba armado con una espada de acero de valyrio, entregada por el mismísimo Rey Stark. Su cuerpo estaba protegido con una armadura plateada, un casco cubría su rostro y llevaba un escudo de titanio, obtenido tras una feroz pelea con el Capitán América. Estaba listo para proteger su territorio y a sus padres.

Los monstruos se alinearon en filas de tres. El ambiente quedó en silencio. Entonces, sintieron la presencia de alguien majestuoso, alguien con un poder inmenso. Se escucharon pasos agigantados que resonaban por la habitación, provenientes del Ropero.

Desde aquel oscuro espacio emergió un monstruo imponente de color gris, con ojos azules radiantes y colmillos blancos como el color de la luna. Su figura era aterradora y hermosa a la vez. En su mano derecha sostenía una lanza dorada y, en la izquierda, una jaula del tamaño de un humano. En su espalda, una espada plateada resplandecía, iluminando toda la habitación.

Los demás monstruos lo veneraban y le temían. Ninguno osaba mirarlo a los ojos; hacerlo estaba prohibido. Aquel que se arriesgaba lo único que conseguía era la expulsión de su mundo.

¿Este es el humano al que vamos a llevar? - preguntó con voz profunda y resonante.

  • ¿Y sus padres? ¿Dónde están?
  • Mi... mi señor - balbuceó uno de los súbditos - el humano se está defendiendo y no nos deja pasar al otro lado del cuarto.
  • ¡¡¡QUÉEEE!!! ¿Este simple humano está haciendo esto? - Sorprendido y con desazón preguntó.
  • ¡No podrán pasar! - gritó Edward, alzando su espada de acero de valyrio, cuyo brillo cegó a los monstruos menores.
  • Mi nombre es Luminén - declaró el monstruo gris - No podrás conmigo. Soy el mejor de todos. El líder de mi mundo. Todos me respetan. Todos me temen.
  • Y yo... soy Edward, líder de este mundo, defensor de mis padres y de mi cuarto también.

Adoptó una postura de combate, preparado para la pelea más impresionante de su vida.

  • ¡Adelante, Luminén! ¡Atrévete a pasar!

Luminén arrojó la jaula al suelo, clavó su lanza en el cuerpo de uno de sus monstruos y desenvainó su espada. Se elevó por los aires. En un instante, Edward saltó a su altura y sus espadas chocaron, generando una ráfaga de luz y una onda expansiva que sacudió toda la habitación.

  • ¡¡EDWAAAAAAAAAARD!! - se escuchó un grito.

Era su mamá.

Ambos niños voltearon al escucharla.

  • Ya me voy, Efraín. Pero... gracias por contarme lo del ropero - dijo Edward antes de marcharse.

Efraín, frustrado porque su plan no había funcionado, le gritó su última advertencia:

  • ¡Edward, no lo olvides! ¡¡NO ABRAS TU ROPERO DE NOCHE!!
  • ¡¡No te preocupes!! ¡¡Ya creo saber qué encontraré!!
  • Hola, hijo - dijo su mamá al subir al auto - ¿De qué hablaban? ¿Por qué Efraín gritó "Ropero"?
  • Mamá, ¿sabes quiénes se esconden en mi Ropero? - preguntó con rostro muy emocionado.
  • No, no lo sé mi amor.
  • Vamos, Mamá, que en la casa te cuento - respondió Edward con una sonrisa.

martes, 11 de febrero de 2025

“El mundo que creí perdido”

 

“Dedicado a todas las mujeres luchadoras, a quienes enfrentaron la enfermedad con valentía y amor. A las que aún están aquí y a las que partieron, pero cuya presencia sigue viva en quienes las amaron. Porque nunca se van del todo… solo trascienden.”



La habitación parece distinta. Tal vez el radiante blanco de las paredes, junto con la luz del alba, iluminaron mis ojos y me despertaron.

Se siente tanta calma. Definitivamente, Rodrigo hizo esto. Siempre busca la mejor manera de hacerme sentir bien. Desde que sufrimos la pérdida de nuestro hijo Santiago, que a tan temprana edad se fue de nuestras vidas, tratamos de mantenernos estables.

Él puede. Yo me derrumbo.

Así que este día inicio la rutina de siempre… Pero… este ambiente es tan diferente.

Me levanto de la cama sin ningún esfuerzo. Raro. Siempre he tenido la dificultad de moverme. Me acerco al espejo, esperando ver mi reflejo habitual, mi desatendido aspecto.

La imagen que devuelve es muy diferente a la de ayer.

Mi cuerpo está erguido. Las ojeras oscuras desaparecieron. Mis pómulos lucen rosados, mis labios rojizos, frescos y carnosos en lugar de resecos. Mis manos, antes ásperas, tiemblan emocionadas cuando toco mi rostro, suave como terciopelo.

Siento miedo. Me abruma la duda.

—¿Esto es real?

—¡MI VOZ!

Resuena dentro de la habitación. Se escucha nítida, sin ningún rastro de cansancio, fuerte... como mis brazos, que dejaron de estar flácidos.

Los examino detenidamente. Busco las marcas donde solían suministrarme las medicinas. Ya no existen.

Aún con mis manos temblorosas, toco mi pecho, buscando ese atenuado y débil sonido de mi corazón.

Desorbito los ojos, exaltada.

Hace mucho tiempo que no sentía el fuerte latir de mi pecho con ese compás armonioso que había olvidado.

Dejaron de temblar mis manos.

Esta imagen sí es real. Soy real.

Puedo sentir el calor de mi cuerpo, que hasta ayer era un templo de hielo. Veo mi rostro sudando de nervios.

Miro fijamente al espejo. La imagen dentro de él me señala la pañoleta en mi cabeza. Aquella con la que ocultaba mi calvicie.

—Tengo que hacerlo.

— Necesito ver, Tengo que saber.

Llevo mis manos hacia ella y la retiro con suavidad, temerosa de lo que pueda encontrar.

La dejo caer, arrastrando con ella mis lágrimas.

Sonrío.

Se abre la puerta de la habitación.

El espejo me devuelve una imagen distinta.

No soy yo.

Una calidez familiar me envuelve, una que creí perdida... pero que reconocí al instante.

Mis labios se entreabren, pero ningún sonido sale de ellos. El aire se atasca en mi garganta. Mis ojos, empañados por las lágrimas, no pueden apartarse de la silueta reflejada en el espejo.

—S-Santiago… —murmuro, apenas encontrando mi voz.

—¡¡Mamá, llegaste!!


sábado, 1 de febrero de 2025

Entre Escombros y Abrazos

 

Las paredes dejaron de temblar. Frente a nosotros se extienden los escombros esparcidos por el terremoto. Estamos refugiados debajo de una viga enorme que nos protegió de los golpes. Estoy abrazando a mi esposa e hijo, protegiéndolos de los objetos que volaban y nos atacaban como estrellas fugaces.

 

“Los amo, no se muevan de aquí hasta que llegue la ayuda”- les digo. Están asustados. Me preguntan con desesperación: “¡¿Qué pasa?!” – “No podré salir con ustedes”, respondo.

 

Nuestras lágrimas se mezclan con mi sangre, que brota de un costado de mi cuerpo y se desliza por el suelo. Con mi último aliento, les susurro: “Los amo...” Sin dejar de abrazarlos, con la visión casi borrosa, veo llegar a un grupo de hombres de rojo. ¡¡VENIMOS A AYUDAR!! gritan.

 

“Papá, resiste...”, escucho el susurro de mi hijo. “Amor, ya llegó la ayuda, quédate con nosotros…”, de forma atenuada escucho la voz de mi esposa. Pero mi aliento se agota, mi fuerza declina, mis ojos se cierran y todo queda en silencio.